01 abril 2012

EL PODER DEL PENSAMIENTO (III)


EDUCAR:
La palabra educar cobija bajo su seno multitud de significados. Muchos de ellos son incluso imprecisos, si nos atenemos estrictamente a lo que queremos referirnos en este libro. Su etimología nos pone frente a sus referencias más concretas. Deriva del latín educare, ir conduciendo de un lugar a otro; y también de educere, extraer, sacar fuera. El primer significado subraya un proceso que debe llevarse a cabo paso a paso y que tiene un sentido dinámico, algo que se produce en plena movilidad; el segundo se refiere más a los resultados, pero contando con la habilidad del educador, que debe saber sacar el máximo provecho de esa persona, todo lo bueno y positivo que lleva dentro.
Educar es ayudar a alguien para que se desarrolle de la mejor manera posible en los diversos aspectos que tiene la naturaleza humana. Las educaciones particulares especifican el sector de que se trata. No es lo mismo la educación sentimental, que la sexual, que la que se refiere a la esgrima, al inglés, al dominio de la voluntad o toda la concerniente al campo cívico. Educar significa comunicar conocimientos y promover actitudes. Conocimiento quiere decir que hay una transmisión de información inicial que nos sitúa frente al tema concreto. Eso es mucho y a la vez poco. Pensemos en la educación sexual: uno no aprende a gobernar y a ser dueño de su sexualidad por el único hecho de conocer la anatomía, la fisiología y los demás mecanismos endocrinológicos de su organismo. Necesita, además, que esa información se acompañe de una orientación. Esa es la formación: dar pautas de conducta adecuadas que nos digan y expliquen con claridad, por ejemplo, para qué sirve la sexualidad, qué se debe hacer con ella... y si es bueno decir que sí a cualquier estímulo sexual que aparezca ante nosotros.
Información y formación constituyen un binomio clave en toda educación. La primera abre la puerta, y la segunda nos instala en el proceso educativo. Son dos etapas sucesivas y complementarias. No hay educación completa si falta alguna de ellas. Recibir información es acumular una serie de datos, observaciones y manifestaciones específicas. La formación va más allá: ofrece unos criterios para regir el comportamiento, de acuerdo con una cierta orientación; pretende sacar el mejor partido posible de los conocimientos recibidos, favoreciendo la construcción de un hombre más maduro, más sólido y firme, más humano y más espiritual, más dueño de sí mismo. Se puede decir, incluso, que educar es hacer que alguien aprenda a vivir con alegría.
Los resortes principales que permiten alcanzar los objetivos propuestos se inspiran, por un lado, en la motivación, y por otro, en el esfuerzo. El uno mueve, y el otro hace que a través de pequeñas luchas concretas, repetidas una y otra vez, se llegue a un entrenamiento en el autodominio, el control de la propia conducta y en el ir sabiendo posponer lo inmediato. Por ahí se descubre la senda que nos hace ver lo mejor de nosotros mismos. Toda educación tendrá los siguientes apartados y derivaciones:
  Educar es mostrar una cierta doctrina. Eso es dirigir, encauzar, llevar hacia una región determina da. No es lo mismo la educación en Psiquiatría que en Derecho Civil, en Informática o en Bioquímica, pero en todas ellas late una meta similar: llegar a dominar una serie de conocimientos más o menos básicos que posibiliten moverse en ese campo con rigor.
  Educar es perfeccionar ciertas facultades, mediante motivaciones, ejercicios específicos, ejemplos, etc. Se aprenden unas reglas que ayudan a desarrollarse con soltura en esas tareas.
  Toda educación conduce a la formación de un ser humano más completo, coherente y maduro. Completo, porque ha sido capaz de integrar vertientes diversas adecuadamente; coherente, porque busca que entre la teoría y la práctica, las ideas y la conducta, se dé una relación armónica; y maduro, porque de ese modo alcanzará un buen equilibrio personal entre los distintos componentes de su patrimonio psicológico (sensopercepción, memoria, pensamiento, inteligencia, conciencia, afectividad, etc. ), físico y social. En cualquiera de los idiomas tiene el mismo significado y aplicación.
  La mejor educación debe ayudar a la mejor formulación y desarrollo de nuestro proyecto personal. Hay en ella dos ideas: concluir, que no es otra cosa que señalar una dirección, guiar, llevar el timón. En los ejércitos profesionales que funcionan bien, el capitán, cuando avanzan en combate, no dice, «¡Adelante!», sino «¡Seguidme!», con lo que da a entender que él va delante, abriendo camino. Esa es la principal tarea del educador; la obra consiste en promover, dirigir hacia unas metas determinadas, atractivas, que lleven a cierto nivel de perfeccionamiento.
5. Es esencial la tarea del educador. Se educa más por lo que se es, que por lo que se dice. Las palabras mueven, pero el ejemplo arrastra. Es decir, el alumno suele fijarse en el profesor, buscando algo. La exposición atractiva de otra vida incita a imitarla de alguna manera. El poder del educador depende menos de sus palabras que de su presencia silenciosa y auténtica. Puede haber muchos profesores y educadores que enseñen distintas materias y asignaturas, pero hay pocos que sean maestros. En el proceso del modelo de identidad, la figura del profesor es decisiva, ya que quizá signifique el descubrimiento de una persona ejemplar a la que admirar, con la que poderse identificar uno y que sirve como punto de referencia firme en que apoyarse.
educar a una persona es entusiasmarla con los valores
Generalmente se han descrito tres posiciones respecto a la forma de educar. La primera se centra en la espontaneidad: el niño y el adolescente van creciendo con muy pocas normas, moviéndose con soltura y dictando ellos mismos sus patrones de conducta. La segunda enfatiza el voluntarismo, desde muy pequeño el niño aprende a dominar su voluntad, dirigiéndola no a lo que le apetece, sino a lo que a la larga resulta mejor para él; ésta es mi postura, aunque sin excesos. Y, por último, la tercera aboga por una vía intermedia: el niño se educa según el complejo juego que se establece entre espontaneidad y disciplina, libertad y autoridad.
Cada persona es un misterio y un tesoro, algo que hay que ir resolviendo y desvelando; un ser valioso que conviene poner en ruta hacia lo mejor de su destino. Descifrar a cada individuo y cuidarlo para que dé lo mejor de sí mismo es la tarea del educador. En otros términos, educar es convertir a alguien en una persona más libre e independiente. Toda educación humaniza y llena de amor. Si no es así, el trabajo llevado a cabo, por mucho que se llame educativo, no es tal; si esclaviza, aprisiona y no libera de verdad, a la larga tendrá un valor negativo.
Educar es instruir, formar, pulir y limar a una persona para que se vuelva más armónica y sea capaz de gobernarse a sí misma. La mejor educación pretende construir la felicidad, pero sin olvidar que no hay felicidad sin sacrificio y renuncias. Un ser humano enriquecido: ésa es la pretensión. Si todos somos perfectibles y defectibles, la educación nos aportará nuevos ideales y lo necesario para comportarnos de acuerdo con nuestra naturaleza. Como decía Sócrates a su amigo Hipócrates: «Un sabio es un comerciante que vende géneros de los que se nutre el alma. »
Existen dos máximas muy válidas cuando se habla de la educación: «No hay voluntad si no hay conocimiento de la meta» (Nihil volitum nisi praecognitum), y aquella otra, algo distinta, pero con el mismo fondo: «No se puede amar lo que no se conoce».
Toda educación es una labor de orfebrería: se debe labrar a golpe de martillo y de cincel hasta conseguir la obra bien acabada. Pero no hay que olvidar que la vida es un ensayo y, por eso, el hombre se convierte en un animal descontento, siempre incompleto y siempre haciéndose a sí mismo: es el eterno ritornello que comporta todo lo humano. Se trata de una operación progresiva y lenta que necesita tiempo para ir asimilando lo que le llega; un proceso gradual y ascendente, integral y unitario, que abarca todo lo que puede conducir a la realización más completa de la persona, según sean sus facultades (físicas, intelectuales, afectivas y de la voluntad) y circunstancias individuales (familiares, de residencia, etc. ).
Si la tarea del educador va más allá de la explicación de ciertos conocimientos, es porque tiene que saber estimular. El aprendizaje de una materia concreta pueden lograrlo muchas personas, pero el maestro debe también enseñar a vivir, ayudar a conocer la realidad personal y circunstancial en su riqueza y profundidad. De este modo emergen los valores.
Tan importante como el contenido es la personalidad de quien educa. Si ésta es singular, positiva y coherente, dará clase con su sola presencia; si es amorfa, incoherente y poco atractiva, aunque exponga los temas con claridad, siempre faltará algo en sus enseñanzas. La actitud del educador, al igual que sus modales, ha de ser propositiva. Así, sus silencios resultarán elocuentes y su palabra modelará y arropará al que la escucha.
la educación de la voluntad está compuesta de pequeños vencimientos
El tema de la voluntad nos afecta a todos de forma directa. Mientras escribo estas líneas, pasan por mi mente muchas imágenes referentes a mí mismo en este territorio. La vida, con sus exámenes, va dando cuenta de nuestra existencia, y lo hace mostrándonos —aunque no queramos— si hemos sabido o no educar la voluntad para arribar a los puertos que nos habíamos planteado. La voluntad es capacidad para hacer algo anticipando consecuencias; una disposición interior para anunciar o renunciar; algo propio del hombre, tanto como la inteligencia y la afectividad.
La razón nos hace distinguir lo accesorio de lo fundamental, nos enseña lo que es tener espíritu de síntesis y nos ayuda a ensayar una solución concreta en un momento determinado 1. La vida afectiva se expresa a través de los sentimientos, las emociones, las pasiones y las motivaciones, de las que ya hemos hablado. La vía habitual es el sentimiento, que se define como un estado subjetivo, positivo o negativo, que suele tener un tinte difuso, etéreo, pero que nos permite tomarle el pulso a los impactos que nos rodean. Casi al mismo nivel sitúo yo la voluntad, algo que no se tiene porque sí, algo que no se recibe de forma hereditaria, como el color de los ojos, la estatura o el tipo morfológico. La voluntad es una aspiración que exige una serie de pequeños ensayos y esfuerzos, hasta que, una vez educada, se afianza y produce sus frutos.
Para el niño y el adolescente, educar la voluntad significa en primer lugar huir del culto al instante (del latín instans-antis: lo que está ahí), según el cual lo más importante es vivir lo inmediato. Goethe escribía: «Detente, instante, eres tan bello. » Todos los poetas han cantado a esos «momentos privilegiados», a esas experiencias puntuales tan relevantes y fecundas, sobre todo para las personas dedicadas a las tareas creativas. Sin embargo, un síntoma frecuente de escasa voluntad es buscar sólo la exaltación instantánea de lo más próximo.
Lo primero que necesitamos para ir domando la voluntad es ser capaces de renunciar a la satisfacción que nos produce lo urgente, lo que pide paso sin más. Lo inmediato puede superarse y rebasarse cuando existen otros planes, a los que nos hemos adherido y que han sido incluidos dentro de nuestro proyecto de vida, el cual no se improvisa, sino que se diseña. Esta concepción, lógicamente, supone muchas renuncias.
La existencia es vectorial: va desde el presente hacia el futuro, pero en ella todo 2 tiene sentido, porque forma parte de un concepto general que tenemos de nuestra vida. Lo que empuja es el futuro, lo que está por llegar, y precisamente nos ilusiona porque nos conduce a la autorrealización. La alquimia de los estímulos se transforma merced a esa alegría de alcanzar algún día las metas propuestas.
La voluntad es determinación, firmeza en los propósitos, solidez en los objetivos y ánimo frente a las dificultades. Todo lo grande del hombre es hijo de la abnegación; así, por ejemplo, la entereza de volver a empezar, cueste lo que cueste, privándose uno de cosas buenas, pero que en ese momento exigen un recorte para después dirigirse hacia objetivos de mayor densidad. Quien tiene educada la voluntad es más libre y puede llevar su vida hacia donde quiera. El hombre de nuestros días, convulsionado y un tanto perdido, deambula de un sitio a otro, muchas veces sin unos referentes claros. Cuando la voluntad se ha ido formando a base de ejercicios continuos, está dispuesta a vencerse, a ceder, a dominarse, a buscar lo mejor. En este sentido, podemos llegar a afirmar que no se es más libre cuando se hace lo que apetece, sino cuando se tiene capacidad de elegir aquello que hace más persona, cuando se aspira a lo mejor; y para ello, hay que tener una cierta visión de futuro. La aspiración final de la voluntad es perfeccionar, aunque teniendo en cuenta que somos perfectibles y defectibles. Si hay lucha y esfuerzo, se puede ir hacia lo mejor; si hay dejadez, desidia, abandono y poco espíritu de combate, todo se va deslizando hacia una versión pobre, carente de aspiraciones, de forma que surge lo peor de uno mismo.


El hombre con voluntad llega en la vida más lejos que el inteligente
Esta afirmación requiere ser explicada. Los dos ingredientes más importantes de nuestra psicología son la inteligencia y la afectividad, de donde nacen dos tipos humanos contrapuestos: el eminentemente racional y el afectivo. Pero entre ambos modelos existen otros tipos intermedios de personalidad, en los que junto al predominio de una u otra característica citada se manifiestan otros elementos psicológicos: sensibilidad, creatividad, memoria, pensamiento, etc. Pero en esencia son dos los cultivos básicos. Cuando Flaubert escribió La educación sentimental, nunca pudo pensar que estaba diseñando un modelo afectivo para esa segunda mitad del siglo XIX ni las repercusiones que éste tendría 3. Después, con la llegada de Freud y las distintas psicologías, el tema se ha hipertrofiado.
Pues bien, si el amor y la razón son dos grandes argumentos de la vida del hombre, la voluntad es el puente entre ellos, de tal modo que les da firmeza con su entrenamiento. Una persona muy inteligente, pero que no ha ido poniendo la voluntad en los objetivos previstos, antes o después, se dirige hacia una travesía irregular, zigzagueante, hasta salirse de las líneas trazadas. En cambio, una persona con una inteligencia media, pero con una voluntad férrea, ordenada y constante, con disciplina y autoexigencia, llega al destino trazado, aunque sea con poca brillantez. Un ejemplo de lo que he expuesto lo vemos en el estudiante. Hace unos años, dos psicólogos americanos, Harry Ciernes y Bear, publicaron un libro que alcanzó una gran resonancia: How to discipline children without feeling guilty, sobre cómo inculcar disciplina a los niños. El texto es sencillo, pero está repleto de sentido común y de observaciones que surgen en la vida cotidiana: los niños con frecuencia suelen convertirse en problemáticos, generalmente por el mal funcionamiento del ambiente familiar en el que viven; los castigos son buenos siempre que tengan un fondo estimulante y se apliquen con suavidad, ya que son útiles para cambiar el comportamiento inadecuado. Los padres dan seguridad y confianza a un niño cuando saben educarlo con psicología; la coherencia que éstos le aporten es el mejor indicador de que la educación es correcta.
Skinner, uno de los padres de la psicología conductista, decía que del buen manejo del binomio premios y castigos dependía que los niños tuvieran una buena o mala educación.
Hay que empezar siempre por tareas pequeñas e insistir una y otra vez en ellas, sin desalentarse. Enseñar una disciplina conlleva una mezcla de autoridad y cariño, porque la severidad por sí misma no es estimulante, al contrario, produce unos efectos de impotencia ante la tarea que se tenga delante. La educación de la voluntad debe estar edificada sobre la alegría, que nos conducirá poco a poco a ser mejores, pero que no hay que confundir con hacer grandes gestas, cosas increíbles, ni renuncias extraordinarias. Para fortalecer la voluntad lo mejor es seguir una política de pequeños vencimientos: hacer las cosas sin gana, pero sabiendo que ésa es nuestra obligación; después, llevar a cabo otras tareas que cuestan, porque sabemos que es bueno para nosotros; y, más tarde, abordar aquello otro, aunque no apetezca, porque ésa será la manera de irnos haciendo hombres íntegros; finalmente, negarnos aquel pequeño capricho, para entrenarnos en el arte de ser más dueños de nosotros mismos. Así consigue una persona subirse en el jumbo de los propósitos y las pequeñas resoluciones, a base de lo menudo. Ahí debemos buscar el campo de adiestramiento, que nunca se debe desestimar porque parezca superfluo: cuidar el horario, ser ordenado en las cosas que uno maneja, planificar las cosas que se deben hacer, cuidar los detalles en la convivencia con los demás, saber aprovechar bien el tiempo, aceptar las contrariedades 4 en el devenir de cada día. Un hombre capaz de obrar así, va adquiriendo una especie de fortaleza amurallada: se hace un hombre firme, recio, sólido, pétreo, compacto, muy difícil de derrumbar. En esas cualidades inician su vuelo las personas de categoría, que con el tiempo llegarán a ser dueños de sí mismos y lograrán las cimas con las que habían soñado. Alguien con voluntad, si persevera, puede conseguir que sus sueños se hagan realidad.
Ovidio decía en una célebre sentencia: «Video meliora proboque sed deteriora sequor» («Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor»). Se necesitan factores de corrección. ¿Por qué? Porque una cosa es tener claro lo que uno debe hacer, lo más conveniente, y otra, muy distinta, aplicarnos en esa vertiente. Ahí entra de lleno la debilidad humana. La voluntad significa capacidad para hacer, para aplicarse, para trabajar en algo que previamente se ha elegido como bueno porque sus resultados serán positivos.
La voluntad nos hace operar sobre la realidad para sacarle el mejor partido; no hay que buscar el éxito resonante e inmediato, sino la victoria en las pequeñas batallas, en escaramuzas, que cada vez nos fortalecen más en la lucha. Estar educado para recibir el placer inmediato es la mejor manera de sentirse uno traído, llevado y tiranizado por el instante más cercano y que más apetece. Por ese camino, uno no llega a vencerse; al contrario, está desentrenado, porque se siente constantemente derrotado, cuando no satisface lo que le pide el momento inmediato, con esa urgencia tan típica de los que no saben decir no con alguna frecuencia, pues están acostumbrados a entrar siempre por el camino más fácil: el de la complacencia en lo cercano. La voluntad conduce al más alto grado de progreso personal, cuando se ha obtenido el hábito de hacer, no lo que sugiere el deseo, sino lo que es mejor, lo más conveniente, aunque, de entrada, sea costoso. Toda la publicidad se apoya en lo contrario: estimular el deseo y crear necesidades inmediatas al telespectador, al ciudadano.

                               Extracto del libro: "La conquista de la voluntad". 
                                                                                                         Enrique Rojas

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